Derek Cianfrance es un gran amante del desamor más que del amor, sus dos primeras películas, 'Blue Valentine' y 'Cruce de caminos', mostraban la complejidad de las relaciones de pareja en su vertiente del dolor, la carga emocional y el desasosiego. Con 'La luz entre los océanos', que compitió en la Selección Oficial del 73º Festival de Venecia, el cineasta da un paso más allá, sin embargo, eso no significa que el resultado sea igual de satisfactorio.
Año 1926, la Primera Guerra Mundial acaba de terminar, Tom Sherbourne es un veterano británico que sigue traumatizado por lo que ha visto en las trincheras en Francia. Por ello, para luchar contra sus propios fantasmas, el apuesto soldado decide partir rumbo a Australia y convertirse en farero. Allí conocerá a la hermosa Isabel, con la que se casará y querrá formar una familia. Sin embargo, la felicidad no llega después de que Isabel sufriese dos abortos. Un día una barca llega a la isla donde está el faro, dentro están un hombre muerto y una bebé que llora. Viéndolo como un milagro del cielo, Tom e Isabel deciden cuidar a la pequeña como hija suya. El problema vendrá cuando descubran que su madre biológica está viva y es vecina del pueblo.
Lúgubre drama de época
Basada en la novela homónima de M. L. Stedman, Cianfrance parece querer mimetizarse en Terence Davies, puesto que 'La luz entre los océanos' tiene mucho de las recientemente estrenadas 'Sunset Song' e 'Historia de una pasión'. También evoca a películas de época británicas como 'Lejos del mundanal ruido' o 'Jane Eyre'. Sin embargo, Cianfrance carece de la sutileza y elegancia de estas propuestas al querer provocar un excesivo tormento en sus personajes, que provoca que se llegue a una gran incoherencia entre los sentimientos de los protagonistas.
Por un lado, el realizador, que también escribe el guion, pretende mostrar los traumas de la guerra, los traumas familiares, los sentimientos reprimidos, el cómo la climatología curte el carácter de las personas. Por otro, pretende mostrar cómo el estoico sentido de la responsabilidad y la moral está por encima del amor, en ese sentido, el cineasta crea una cinta egoísta, en la que ninguno de sus personajes se mueve por ese sentimiento que pretende transmitir. Por ello, el filme se convierte en un melodrama artificial que logra tener algo de credibilidad gracias a sus actores, como también a una acertada banda sonora.
El tormento del egoísta
Son sus actores quienes salvan la película, Michael Fassbender y Alicia Vikander desprenden química real, se convirtieron en pareja durante el rodaje, además de entregarse con pasión medida a unos protagonistas dignos de una novela de las Hermanas Brontë. Mención aparte a una estupenda Rachel Weisz. No obstante, la química y el amor que transmiten se vuelven también inverosímiles en su segundo acto, momento en el que el director decide convertir el drama romántico elegante de época en un melodrama familiar incoherente donde sus personajes actúan de forma errática y sin sentido, provocando que se convierta en un telefilme de sobremesa con una fotografía lúgubre pero hipnótica.
La tercera película del director de Colorado se convierte en su primer pinchazo. Cierto es que la cinta no es el desastre que se había anunciado durante su paso por Venecia, hay películas como 'Solo el fin del mundo' de Xavier Dolan o 'Sicixia' de Ignacio Vilar que son mucho más insoportables e igual de ambiciosas, sin embargo eso no quita que se esté ante una propuesta que hubiera podido dar mucho más, en ese sentido, es en sí una decepción.
Nota: 6
Lo mejor: Su fotografía y su trío de actores protagonistas.
Lo peor: Sus giros dramáticos, que la convierten en melodrama absurdo.