CRÍTICA ECARTELERA

'8': Las dos Españas y el amor

Julio Medem regresa con un romance a lo largo de nueve décadas que protagonizan Ana Rujas y Javier Rey.

Por Marcos Vasco Martín-Grande Más 23 de Marzo 2025 | 20:50
Amo profundamente ese cine español hecho en los márgenes, que se fija en lo rural y cotidiano de la vida

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Ana Rujas es Adela en '8'
Ana Rujas es Adela en '8' (VerCine)

En un momento de 'Los amantes del círculo polar', Olga (Maru Valdivielso) frenaba violentamente para evitar chocar contra un autobús en circulación. En ese viaje, como en tantos otros de ida y vuelta de la escuela, transportaba a Otto y Ana. Para Julio Medem este instante era algo más: tan pronto como el coche se detenía, los rostros de los hasta entonces niños mutaban, crecían. El tiempo había pasado y el vínculo, siempre atravesado por un viento de premonición trágica, parecía establecido. Si lo que seguía era un transcurrir existencial con idas y venidas, espejos que evidenciaban círculos de abrir y cerrar, para imposibilitar (o no) un reencuentro tornado en la más profunda desesperación, la muerte, '8' quiere ir, si cabe, más allá.

El regreso al largometraje del cineasta donostiarra siete años después de 'El árbol de la sangre', que llega a salas el 21 de marzo de la mano de VerCine tras su paso, fuera de competición, por la Sección Oficial del Festival de Málaga, añade dos ambiciones adicionales al que es, con respeto de 'Lucía y el sexo', el buque insignia de una filmografía siempre debatida entre el romanticismo desatado y el sentimentalismo grotesco: mirar al pasado y, de alguna manera, creer en un presente que pasa, ante todo, por la reconciliación. Y es que, al igual que 'Los amantes del círculo polar', '8' es, como cualquier obra, hija del momento en el que fue creada.

Ana Rujas y Javier Rey en '8'
Ana Rujas y Javier Rey en '8' (VerCine)

Si en la primera el destino condenaba al hambre por el otro a la condición de lo irrepetible, de lo sagrado por inalcanzable, debido al estado anímico de Medem durante su concepción -en sus propias palabras a Las Provincias, "tras haber perdido el amor"-, su criatura a estrenar lo es por la anomalía consciente que supone. La puerta de entrada hacia un tiempo perdido que aún resuena es la evolución vital y conexión emocional de Adela (Ana Rujas) y Octavio (Javier Rey), desde su nacimiento el 14 de abril de 1931, fecha de proclamación de la Segunda República, hasta nuestros días, pasando por la Guerra Civil y sus consecuencias, el aperturismo de la década de los 60, el sueño democrático, la crisis económica y desbaratamiento de la burbuja inmobiliaria, la pandemia y la polarización sociopolítica actual.

Tiempos de crispación, cordialidad utópica

Y para cada momento, dos Españas que, parece decir el filme, solo volverán a ser una cuando esas heridas que todavía supuran sean curadas a base de amor y perdón. Habiéndose desarrollado en posiciones ideológicas opuestas -Adela viene de familia republicana, Octavio lo es de franquista-, ambos son víctimas de la violencia en múltiples ocasiones -el padre de él murió ejecutado por el de ella, mientras que el de ella fue fusilado por el propio Octavio; o sus hijos, que en un enfrentamiento entre radicales de dos equipos de fútbol, caen en desgracia a menos del otro-. En tiempos de crispación, cordialidad utópica.

Como enfatiza su estructura octogonal -ocho es número de capítulos que componen la narración y la forma de los movimientos de cámara que se ejecutan recurrentemente y que, en algunos casos, deriva en falsos planos secuencia-, el espectador asiste a un baile de grafías que en primer lugar se tantean, posteriormente se dan la bienvenida, se abrazan y se renuncian para terminar perdiéndose en la mirada ajena hasta el ocaso del día y de la noche, de la unión como desenlace a una vida de distancias inconvenientes.

El problema que este crítico tiene con el resultado, como ya le sucedía con aquellos jóvenes en busca de una relación permanente que interpretaban Fele Martínez y Najwa Nimri, es que continuan reproduciéndose uno a uno los tics marca de la casa. Son de nuevo el erotismo desfasado -el velo negro como objeto sexual-, las metáforas obvias -la pesca como reflejo del cortejo y el proceso de seducción-, la rigidez dramática y los diálogos tan poco sutiles como estereotípicos, que ahora parecen sacados de un mitin político -el capítulo en el que Adela abandona a Mauricio (Álvaro Morte), su marido-, terminan por convertir el arrebato lírico y descaro amoroso en un ejercicio de comedia involuntaria, donde cada situación se intuye más forzada que la anterior, hasta desembocar en una traca final que, como Carlos Marques-Marcet resolvía brillantemente en 'Polvo serán', busca aunar belleza, humor y emoción en el crepúsculo consensuado, pero que, debido al desajuste continuo que se viene presenciando desde tiempo atrás, se queda en la inanición. En cualquier caso, las dos Españas y el amor.

5
Lo mejor: La clara intención por tocar el pasado.
Lo peor: Los tics marca de la casa.