Minimalismo expresivo y contención en el gesto, a la espera de un arrebato emocional que surca y se apodera del silencio bajo la oscuridad... así podríamos resumir el estilo tras las cámaras de Meritxell Colell, que con su ópera prima demuestra una personalidad arrolladora al dotar de innumerables matices a un relato tan íntimo como universal a la vez. Aunque del mismo modo, también estaríamos describiendo algunas características del ejercicio de la danza contemporánea, el eje sobre el que se elevan las imágenes de 'Con el viento', que de forma imperceptible gira alrededor de una estructura circular que se abre y cierra con una secuencia de baile.
Pero entre lo que separa un baile del otro, dista todo un mundo. El nuestro, el de una España rural que desaparece, un modo de vida en contacto con la naturaleza y la memoria al que se agarra su protagonista, la bailarina y coreógrafa Mónica García, tratando de atrapar lo inasible. Pero también el suyo, el de la propia cineasta, que sin la necesidad de hacer visible ningún apunte autobiográfico, atraviesa la película de su propia necesidad por capturar aquel espacio y reconciliarse con sus recuerdos. No en vano, la trama acontece en el pueblo de sus abuelos, al que regresa como su protagonista para adentrarse en una herida abierta, el conflicto generacional entre distintas mujeres de una misma familia enfrentadas a sus raíces tras la muerte del padre.
Hablar sin palabras
Con la antigua casa familiar como principal escenario y la decisión de venderla como prácticamente único sostén argumental, la película acierta a detenerse en los pequeños momentos que pasan inadvertidos (una llamada telefónica escuchada a medias, un indestructible apretón de manos, un tímido abrazo) hasta reducir los diálogos a las palabras precisas, por dolorosas, que sanan y reconcilian la relación entre una madre (Concha Canal) y su hija, que se marchó tiempo atrás para no volver y dedicarse a la danza. Una danza que entre reproches, incomprensión y soledades, aspira a reconciliarla con sus orígenes.
A través de largas tomas, la cámara se acompasa al cuerpo de Mónica, como si fueran un único ser. Incluso cuando Mónica no está bailando, podríamos decir que la puesta en escena danza a su alrededor. Sin grandilocuencia ni exhibicionismo, en voz baja, tratando de revelar una emoción telúrica, apenas verbalizada en la relación entre su hermana (Ana Fernández) y su sobrina (Elena Martín). Un sentimiento que expresan con ternura su madre al verla bailar y la magnética secuencia final, que lejos de caer en simbolismos ni metáforas, impregna con la fuerza del viento las imágenes hasta hacernos formar parte del paisaje.
Nota: 8
Lo mejor: El lenguaje híbrido de la directora y su capacidad para integrar actrices no-profesionales con tanta naturalidad como precisión en la puesta en escena.
Lo peor: No pasamos por el mejor momento para ir al cine a detenerse en los pequeños detalles.