Querido por unos, odiado por otros tantos, Paolo Sorrentino, posiblemente el único capaz de entrar en el Gran Auditorio Louis Lumière de Cannes con el orgullo suficiente para quitarse el polvo del hombro, es, sin lugar a dudas, uno de los directores europeos de renombre de las últimas décadas. Puede que este hecho sea el causante de que su última obra, 'Parthenope', que está custodiada por grandes expectativas, se considere un tropiezo en su filmografía.
La cinta, que se estrena el 25 de diciembre, es un retrato de Nápoles y se afirma que es la más personal del director, curiosamente narrada desde la perspectiva femenina de su protagonista de belleza mítica, Parthenope (Celeste Dalla Porta), quien ha sido admirada por su hermosura desde su nacimiento. Su paso por la vida, una carrera contra el tiempo, enfrentará a Parthenope a los problemas y virtudes inherentes a Nápoles, a sus ciudadanos y visitantes, y a sus realidades y mitos.
Sorrentino no ha perdido su característica elegancia barroca encuadrando a Nápoles como un lugar soleado donde el tiempo avanza más despacio, la muerte es inexistente y la libertad es universal, elementos que, en combinación, conforman un idilio agitado para los jóvenes en pleno descubrimiento sexual. Asimismo, subraya estas cualidades fantásticas a través de cámaras lentas dignas de anuncio (de Saint Lauren en concreto) y canciones reconocibles que embelesan una historia que promete ser emocionante.
No obstante, la emoción se consume cuando se destapa que Sorrentino, de nuevo, recurre a la dicotomía de lo sagrado y lo profano como en 'La juventud' y 'The Young Pope', solo que esta vez sosteniéndose en ideas poco claras (si es que las hay), desviándose a cada rato, posiblemente en su reiterativo intento de conceder un espíritu fellinesco a sus historias. No obstante, a diferencia de Federico Fellini, el napolitano es incapaz de representar con fidelidad la tierra a la que elogia, de nuevo con sus hipérboles personajes secundarios, indistinguibles los unos de los otros, y una ofensiva representación de los que están en los márgenes y no tienen tiempo para naderías de alcurnia.
Básicamente, su mundo resulta anacrónico e insustancial, aspectos que, por desgracia, se ven potenciados por muchos de sus personajes. Por ejemplo, Celeste Dalla Porta interpreta a la perfección a Parthenope, una mujer inexpresiva alejada de heroicidades y con ocurrencias intelectuales tan rebuscadas que dan escalofríos, o Gary Oldman, quien capta la melancolía del desgajado novelista John Cheever, creador de intensos soliloquios. No obstante, existen excepciones como la del Obispo al que da vida Peppe Lanzetta, quien enamora a la cámara en un ejercicio de profanación eclesiástica (es desconcertante la forma en la que Sorrentino consigue que la Iglesia sea más desbocada que el sexo), o como la del profesor Marotta, interpretado por Silvio Orlando, cuya severidad esconde una luz compleja y exquisitamente humana.
La belleza tiene un precio
En sus arduos 136 minutos de metraje, 'Parthenope' exuda una arrogancia delatora de los pesares narrativos de su director. En particular, la respuesta al enigma de la supuesta conexión personal de Sorrentino con el filme se encuentra, con toda probabilidad, en su incapacidad o ignorancia (él mismo lo ha reconocido) para representar la figura femenina. Ahora que ha dado el paso, parte de un objeto de deseo irresistible y maldito.
Parthenope es perfecta en todo: sociable, atractiva, intelectual, sensible, observadora y demás etcéteras. Esta visión de Sorrentino, apegada insufriblemente a una clase alta italiana (parece ser que ahora la esencia napolitana se encuentra en las cunas de oro) cuya melancolía nace únicamente del reconocimiento de su posición aventajada, es ridícula. Así queda demostrado en la película: el mayor enemigo de Parthenope es su propia perfección, y, por consiguiente, su frustración como ser creado por los dioses concluye en una actitud áspera y artificiosa que se refleja en su hinchada verbosidad.
De hecho, la distancia que establece Parthenope entre su pedante reconocimiento como ser sensible del mundo y su belleza le guía hacia una excelencia anodina. Incluso, en los inevitables episodios sexuales en los que se ve involucrada, olvidándose de algo tan presente en su vida como el incesto o el suicidio, tropieza con una representación impúdica del sexo, pecado digno de las más bajas clases. Para Sorrentino, el sexo y Parthenope son incompatibles, pues una creación tan perfecta no podría disfrutar de su cuerpo; del instinto más primordial; de la razón y base de la existencia. Porque algo tan bonito, para Sorrentino, no merece ser parte de algo tan instintivo y honesto. Es por esta razón que, desde su óptica masculina, ve preciso que Parthenope esté más interesada en Adorno, Sartre o Heidegger que en su propia juventud. En conclusión, 'Parthenope' es el resultado del juego de un hombre que trata de imaginar cómo debe ser la vida de una mujer, logrando, finalmente, la anulación total del deseo sexual femenino.