"Después de 25 años esperando. Por fin... una película de Terry Gilliam". Decía el director de 'Brazil' y uno de los fundadores de los Monty Python que el público no debería pensar en todo lo que ha ocurrido tras la cámara durante el proceso de creación de 'El hombre que mató a Don Quijote'. Sin embargo, esta es una película que, a juzgar por ese rótulo inicial que la precede, sabe que es un milagro. Un proyecto maldito que ha enamorado a cinéfilos durante décadas y que en España nos toca de cerca.
Gilliam tuvo varios intentos frustrados de rodar su homenaje al personaje de Cervantes en nuestro país, que han quedado plasmados en 'Perdidos en La Mancha', un documental que ahora tendrá secuela. Pensada primero para ser protagonizada por el fallecido Jean Rochefort y el aún muy vivo Johnny Depp, las fuerzas de la naturaleza y las del dinero fueron tumbando una y otra vez el sueño del director británico. Y como nos encanta ver fracasar a nuestros héroes, nos enamoramos del mito que rodeaba a la película.
¿Tiene sentido hablar de 'El hombre que mató a Don Quijote' sin tener en cuenta su contexto? No. Pero además, es ese mismo contexto que la rodea lo que convierte esta película en algo relevante. Los quijotescos delirios de un viejo maestro del cine que, contra viento y marea, ha sacado adelante su proyecto soñado. Él ha matado a sus gigantes, y todos aplaudimos mientras, desde fuera y con la obra ya proyectada en la pantalla, vemos claramente que eran simples molinos.
En la primera versión, el personaje de Johnny Depp, un cínico ejecutivo del mundo de la publicidad, viajaba al pasado y se embarcaba en un viaje con los mismísimos Don Quijote y Sancho Panza. Lo que ha llegado al montaje final es otra cosa. Toby (Adam Driver) es un cineasta rodando una película sobre Don Quijote en España. En busca de la inspiración que le devuelva la fe en el proyecto, se reencuentra con el primer trabajo que hizo como estudiante de cine, una película casera rodada también aquí y llamada 'El hombre que mató a Don Quijote'. Su actor principal fue un zapatero desconocido, Javier (interpretado por Jonathan Pryce, cuyo español "nativo" nos tenemos que creer), que acabó metiéndose demasiado en el papel. Su Dulcinea, Angélica, una niña lugareña (la portuguesa Joana Ribeiro) que con el paso de los años ha intentado perseguir la vocación de actriz que le inspiró Toby. Este se tendrá que enfrentar a las consecuencias de su película mientras intenta convencer a Javier de que no es, como él cree, el verdadero Don Quijote.
La premisa es el summum de lo meta: los delirios de un señor que se piensa Don Quijote, aquel caballero delirante que vivía en un tiempo pasado, y todo rodado como un guantazo al destino por parte de Terry Gilliam. Una pena que el resultado de la quijotesca empresa sea mucho menos interesante. Una película larguísima y con claros problemas de estructura y ritmo que acaba en un alucinado tercer acto al que llegamos agotados tras un desarrollo lento, confuso y que no parece saber dónde va.
El primer acto, sin embargo, da lugar a la esperanza. En él está la mayor parte de esa reflexión sobre el cine tal y como se hace hoy en día. Es interesante cómo muestra lo farragoso, incómodo y tosco de los rodajes, y también es muy interesante, como espectador español, ese retrato de las coproducciones locas a las que da pie la industria, que hace extrañas parejas de cama con tal de sacar adelante los proyectos menos comerciales. Muy divertido ver a los pobres productores británicos gritar exasperados que los españoles no sabemos hacer nada bien.
Y están todos los personajes: el productor pelota (Jason Watkins), el ejecutivo baboso y obsesionado con el dinero (Stellan Skarsgård), el mafioso cuyo dinero será crucial para sacar adelante el proyecto, y un grupo de supervisores chinos, como una sombra que moldea la película igual que el mercado chino le da forma al cine estadounidense más comercial hoy en día. Por su parte, el Toby de Adam Driver representa ese cineasta que empezó soñando y acabó hablando por WhatsApp mientras rodaba sus escenas con piloto automático. En esta locura, no de las más inspiradas del director, Gilliam claramente se ve mucho más a sí mismo en el Quijote apasionado de Pryce.
Hay más puntos interesantes, como esa visión melancólica con la que Gilliam rueda el paisaje español. La luz lo convierte en una especie de paraíso soñado, capaz de convertirse ante la negativa de Toby en un infierno sucio y decadente. En su conjunto, 'El hombre que mató a Don Quijote' es una nueva prueba del valor de España como escenario cinematográfico, que no en vano está atrayendo superproducciones como 'Juego de Tronos' o la próxima 'Terminator'.
Un último apunte, que muchos seguidores del cine de autor tildarán de innecesario. 'El hombre que mató a Don Quijote' es, más allá de su resultado, un canto a la locura de hacer cine, como acto de soñar y cambiar el sucio mundo que nos rodea, aunque sea en forma de delirios. Un honrado y bienintencionado espíritu que no sirve de excusa alguna a la ligera misoginia que sobrevuela la historia. El trato del guion de Gilliam a los personajes femeninos sería más adecuado en los tiempos de Cervantes. Están relegadas a posiciones de seguidoras, objetos de deseo o criaturas con objetivos perversos; incluso hay un momento en el que una de las mujeres se define a sí misma como "la puta" de un hombre. Gilliam no tiene la más mínima intención de darle a los personajes femeninos tridimensionalidad o algo de voluntad propia. Es una pena que en una película sobre la capacidad de fantasear e imaginar, los hombres son los únicos que pueden hacerlo.
Un loco reparto
Otro de los atractivos de 'El hombre que mató a Don Quijote', aunque sea solo para el público español, es esa mezcla surrealista en su reparto. Junto a Adam Driver y Jonathan Pryce, que clavan el tono jocoso y apasionado de la película, se pasean ante la cámara intérpretes españoles como Óscar Jaenada, un gitano vendedor ambulante que tiene mucho peso en la trama, Sergi López, Jordi Mollà como un mafioso ruso (¡!), Jorge Calvo, Paloma Bloyd, Hovik Keuchkerian como el padre de la mismísima Dulcinea, o Rossy de Palma (¡¡!!) en una loca intervención en la que hay terroristas islámicos de por medio (¡¡¡!!!). De nuevo, dan más ganas de ver qué conversaciones tuvieron todos ellos con Terry Gilliam que la propia película.
Nota: 6
Lo mejor: El primer acto
Lo peor: Que no esté a la altura del mito que se formó a su alrededor