Honoré de Balzac, en su obra 'Las ilusiones perdidas', en la segunda parte, titulada 'Un gran hombre de provincias en París', escribió: "Hoy día, para triunfar, hay que relacionarse. Todo es fruto del azar, como puede ver. No hay nada más peligroso que tener inteligencia y quedarse solo en un rincón". Xavier Giannoli le ha echado valor al querer adaptar a la gran pantalla el aclamado trabajo de uno de los máximos representantes de la novela realista del siglo XIX, considerada inadaptable dados sus extensos arcos argumentales. Su atrevimiento era un riesgo que solo los cineastas con una fuerte personalidad son capaces de hacer y el resultado es fascinante, pues se está ante un exquisito ejercicio cinematográfico.
Nominada a 15 Premios César, el largometraje de Giannoli se ha convertido en el filme con mayor número de candidaturas en la historia de los galardones más importantes de la Academia de Cine francesa. A ello se le suma un celebrado paso por la Selección Oficial de la 78ª edición de Venecia, donde ya conquistó a la prensa por su magnífica combinación de clasicismo y sagaz crítica social. El cineasta, quien firma el guion junto con Jacques Fieschi, opta por adaptar, esencialmente, la segunda parte de la joya literaria de Balzac, la referida al inicio del primer párrafo. Una elección sumamente inteligente, al ser el fragmento más extenso y el más representativo de la novela, al ser un ácido y crítico retrato de la sociedad de mediados del XIX.
Giannoli actualiza la mirada satírica tanto de la sociedad parisina del XIX ("Hoy día, para triunfar, hay que relacionarse. Todo es fruto del azar, como puede ver. No hay nada más peligroso que tener inteligencia y quedarse solo en un rincón"), así como también el brutal retrato que hizo Balzac del poder de la prensa y muy especialmente del periodismo cultural, al que muestra como un tipo de profesión arribista que se vende al mejor postor. El cineasta recuerda que antes que Martin Eden o Charles Foster Kane, estuvo el ingenuo y excesivamente ambicioso Lucien de Rubempré, también llamado Chardon, una dualidad que marca la naturaleza desigual y clasista de la Monarquía de Julio, un período de consolidación de la monarquía parlamentaria que terminó derivando en la declaración de la II República Francesa.
La corrupción de la ingenuidad y las ideas
Pero como si se tratara de la primera entrega de 'El anillo del Nibelungo', Giannoli retrata a una aristocracia poderosa, como si de los dioses de 'El oro del Rin' se tratasen. Y es en ese juego de poder entre la élite política y económica y la naciente sociedad burguesa con alma corrupta donde se mueve un aspirante a poeta que termina engullido en esa selva urbana llamada París. Es fascinante cómo Giannoli trae el espíritu de Balzac con un idealista corrompido por los manjares efímeros, recordando, valga la redundancia a ese 'Martin Eden' de Pietro Marcello que tan bien interpretó Luca Marinelli. En este caso, es Benjamin Voisin el que sucumbe a esos cantos de sirena.
Pero Giannoli trae a ese idealista caído en desgracia a un rincón cercano al cinismo, cuyo humor está tremendamente bien hilvanado, no dejando ningún detalle al azar. Así, el largometraje no solo hace una radiografía sin indulgencias de la sociedad gala del siglo XIX, sino que lo saben llevar a una metáfora de la sociedad contemporánea, pues ese retrato de la corrupción y desinformación el sensacionalismo, las intrigas políticas, el servilismo de la prensa al poder ejecutivo y económico, las falsas apariencias en base a la imagen frente a un trasfondo hueco o el clasismo reconvertido en aporofobia son mensajes tremendamente actuales, los cuales Giannoli sabe transmitir con una maestría que convierte a 'Las ilusiones perdidas' en su mejor trabajo como cineasta, superando a esa maravilla llamada 'Madame Marguerite'.
Pero su propuesta no es solo un ejercicio sublime de guion y adaptación, lo es también tanto en su apartado interpretativo como técnico. Primero toca a hablar de los actores. Benjamin Voisin vuelve a saber meterse en la papel de joven ingenuo que supo interpretar en 'Fiertés', esta vez para ser ese arribista comido por su propio exceso de ambición de la obra de Balzac.
Una pieza de orfebrería cinematográfica
Está maravillosamente acompañado por un reparto coral espléndido, la flor y la nata de la industria gala. Vincent Lacoste continúa en su línea, así como también unos maravillosos Cécile de France, André Marcon y Jeanne Balibar, como figuras de esa nobleza que no quiere que nadie se iguale a ella. Es imposible no hablar de Gérard Depardieu o Louis-Do de Lencquesaing como figuras intrigas de la supuesta nueva sociedad que, en el fondo, reproduce la clásica frase 'quítate para ponerme yo'. Mención especial a Xavier Dolan, el cual está demostrando ser mejor actor que director, así como también a Salomé Dewaels, la cual representa el único personaje puramente virtuoso de la cinta.
Y, claro, nada de esto sería posible sin un espléndido apartado técnico. Su diseño de producción, obra de Riton Dupire-Clément, es exquisito, pues logra plasmar los claroscuros del desenfrenado París del XIX (logra que se perdonen ciertos anacronismos históricos). Su diseño de vestuario, confeccionado por Pierre-Jean Larroque, es delicioso, al reflejar de manera muy sutil las diferencias de clase, los anhelos de cada personaje; Larroque tenía el añadido de que la apariencia era fundamental en esta lucha de clases. Su fotografía, de Christophe Beaucarne, sabe combinar los colores saturados del exceso con otros más sombríos, creando una serie fabulosa de contrastes. Giannoli ha sido inteligente en cuestión de música, al optar por reproducir piezas del Barroco, destacando especialmente 'Hipólito y Aricia' y 'Las Indias galantes' de Rameau.
Con guion afilado que sabe traer el espíritu de la obra de Balzac (nada sencillo, dada su complejidad), un estilo narrativo rápido que trae las virtudes propias del cine académico, unas interpretaciones excepcionales y un apartado técnico espléndido, 'Las ilusiones perdidas' es esa gran producción de época que está hecha para el deleite más completo. Giannoli se corona como gran cineasta con una pieza de orfebrería visual, que se disfruta como ambrosía para el paladar.