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CRÍTICA

'La muerte de Stalin': Cinco horas con Joseph

Se estrena la segunda película de Armando Iannucci ('Veep'), una genial sátira política que cuenta un reparto de lujo.

Por Antonio Miguel Arenas Gamarra 9 de Marzo 2018 | 09:32

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Desde sus inicios en la televisión británica, parodiando los talk shows junto a Steve Coogan, Armando Iannucci se ha caracterizado por su habilidad para abordar la realidad desde la más profunda e irremediable ironía. Quizás eso le hizo adentrarse con el paso de los años en la sátira política, un mundo en el que precisamente nada es lo que parece, la mentira y las apariencias están a la orden del día. Ya fuera a través de la apretada agenda de un Ministro del gobierno británico con 'The Thick of It' o en la Casa Blanca con 'Veep', ha demostrado ser un guionista sumamente agudo y un realizador tan ágil tras las cámaras como sus mordaces diálogos lo son para la inteligencia del espectador.

La muerte de Stalin

Su ambición cada vez ha apuntado más alto, como demostró 'In the Loop', su debut en el largometraje, que planteaba una absurda crisis mundial exhibiendo una lucidez a la que únicamente la estulticia generalizada puede asomarnos. Pero en esta ocasión el reto es de mayor escala, con 'La muerte de Stalin' aborda un hecho histórico apenas representado. Aunque la película, que adapta una novela gráfica, no deja de fabular con lo sucedido aquellos días y encuentra sus mejores momentos en las intrigas palaciegas más propias del vodevil, que no se diferencian tanto de los pasillos de cualquier Ministerio actual, Iannucci renuncia en cierto modo al territorio de la política-ficción en el que tan bien se mueve para deberse a la Historia. Y pese a confirmar ser el más indicado para dirigir un proyecto de estas características, también se enfrenta a retos de los que no sale tan bien parado.

Hay algo que no termina de funcionar en los primeros minutos de su segundo largometraje, un ejercicio de psicoanálisis de la Madre Rusia que expone su dificultad autoimpuesta para encontrar el tono preciso desde el que la comedia cobre presencia sin hacerlo a costa de la Historia. Como si después de cada golpe de humor negro hubiera que limpiar la conciencia del espectador y recordarle que todo aquello fue ignominioso, olvidando que ya estaba implícito. Se podría decir que 'La muerte de Stalin' juega a ser una comedia disparatada y un terrible retrato de época a la vez, otra cuestión es que ambas películas funcionen al mismo nivel.

La muerte de Stalin

Ya en su arranque intenta helar nuestra sonrisa con la tensión que sufre un técnico de sonido (genial Paddy Considine) al que Stalin le pide la copia de un concierto que no ha grabado. Pero mientras ridiculiza a los principales miembros del Consejo de Ministros de la Unión Soviética (interpretados por un reparto de lujo, del mítico Michael Palin a Jeffrey Tambor), a los que presenta protagonizando situaciones estrafalarias, a cámara lenta y con textos en pantalla, Iannucci no deja de seguir los cánones más académicos de una película histórica sobre el estalinismo, representando con crudeza las purgas y las detenciones. Y en definitiva, el miedo que sobrevolaba no solo ya sobre los disidentes del régimen o cualquier licenciado en Medicina, sino sobre los propios miembros del Consejo de Ministros. Algo que choca con su razón de ser satírica y que no consigue plasmar en imágenes a la altura de sus gags.

Todo por el pueblo, pero sin el pueblo

Escenas reveladoras como aquella protagonizada por Nikita Khrushchev (un Steve Buscemi que sigilosamente conquista la pel´ciula, como el propio Khrushchev lo hiciera con el poder en la Unión Soviética, además de ser el único actor que consigue alcanzar ese tono ambivalente, tan cruel como patético), en la que recuerda en pijama junto a su esposa los chistes y comentarios que hicieron o no gracia a Stalin, demuestran los grandes logros de la película, memorable en la caricatura a pequeña escala pero nunca tan certera en el retrato histórico grandilocuente. En ese sentido, cuando desde el guion se aprovechan los espacios cerrados y por la dirección asoma una idea teatral de la puesta en escena, ejemplificado en las discusiones políticas junto al cuerpo aún caliente (aunque sea por la orina) de Stalin, resuena su potencial de comedia imperecedera que pese a todo termina prevaleciendo.

La muerte de Stalin

El hecho de que esté rodada en inglés y cuente con un reparto anglosajón, inevitablemente provoca un posicionamiento que no desmerece su crítica, pero que sí condiciona la fidelidad de su punto de vista. Consciente de sus limitaciones, la película podría haber girado únicamente alrededor de esa impagable imagen que le da título sin resentirse, de hecho el conjunto y su vis cómica se habrían visto fortalecidos dejando al pueblo fuera de campo. Pero no solo no termina de explotar ese tan apropiado componente teatral, sino que, fiel al material original, el director de 'In the Loop' decide no ceñirse a las horas posteriores a su muerte, cae de lleno en una convencional (y problemática) ambientación de época, siguiendo durante los días sucesivos la lucha del Consejo de Ministros por el poder. Perdón, por el bien de la nación. Algunas de las direcciones que toma se antojan obvias y poco verosímiles, como la subtrama del personaje de Olga Kurylenko, otras brillantes como la desenfrenada irrupción del hijo de Stalin (Rupert Friend), pero en general hacen perder precisión narrativa y rigor temporal a la propuesta.

En cualquier caso, esta serie de tensiones se recomponen en un último acto de una ferocidad aplastante, en el que la parodia sabiamente se queda a un lado para que la reflexión política y el eco histórico hagan su trabajo. Aunque conviene señalar que su enfoque resulta irregular e impreciso, Armando Iannucci es más un observador perspicaz que un cineasta rotundo, lo cierto es que sátiras políticas tan inteligentes y divertidas como 'La muerte de Stalin' siguen siendo material inflamable, un oasis para la comedia.

Nota: 7

Lo mejor: Cada aparición de Rupert Friend como el desastroso y descontrolado hijo de Stalin.

Lo peor: Que teniendo un material de primera clase entre manos, carezca de la visión y el rigor en la puesta en escena para convertirse en un clásico.