La melancolía es un elemento imprescindible dentro del universo adolescente. Si existían dudas al respecto de esta idea, el cine ha decidido anularlas con insistencia. En los últimos años, hemos sido testigos (y cómplices) de una avalancha de películas encargadas de subrayar a cada instante, en cada fotograma y en cada diálogo, la insoportable complejidad del ser. Nada de levedad, todo es intenso, dramático, profundo, relevante en el proceso de crearse a uno mismo. Con mejores y peores resultados, Hollywood siempre ha entendido ese momento vital repleto de cambios en el que el niño que somos decide hacerse el mayor, o viceversa, como una oportunidad perfecta para profundizar sobre los grises de una etapa empañada en blanco o negro. Las medias tintas sobran. Y en este conflicto constante, la creatividad. Las ideas estallan y las musas aparecen en forma de tormenta para desatar al autor que todos llevamos dentro. Sumemos a la fórmula el gran signo de interrogación que es la muerte, el romanticismo en tonos pastel y la amistad para toda la vida y tenemos la fórmula perfecta de lo que es crecer a pasos agigantados cuando aún no se ha aprendido a andar del todo.
'Yo, él y Raquel', terrible traducción de 'Me, Earl and the dying girl', se sabe la teoría al dedillo y la lleva a la práctica con tanto talento como falta de naturalidad. Su director, Alfonso Gómez-Rejon, se viste de Wes Anderson sin dejar de mirar por el rabillo del ojo a John Green, y da forma a un caramelo para los ojos repleto de guiños y homenajes fácilmente identificables. Una apuesta en la que se pierde naturalidad pero se ganan afectos cinéfilos, conexión directa con aquellos que disfrutan observando como los referentes nos dirigen a recuerdos personales. Muchos hemos estado allí y sabemos lo que nos están contando. Al menos, hasta que aparece el personaje de Olivia Cooke y todo se eleva con su mezcla de luz y desolación. Su presentación, brillante, eleva al conjunto y aporta una frescura que, hasta ese momento, se encontraba sumergida en artificio pomposo. Un punto de inflexión que la película sabe usar de la mejor manera posible, tratando con respeto, inteligencia y delicadeza, un tema que en otras manos no es más que una excusa para la búsqueda incesante de la lágrima.
Pero Gómez-Rejon, apoyado en el guion de Jesse Andrews, adaptación de su propia novela homónima, mantiene la compostura y no cede a la cursilería ni al tópico más reconocible. Por eso, a pesar de que la ruta establecida por la historia es más que previsible, uno se descubre emocionado ante la ternura de un tramo final que es, con mucha diferencia, lo mejor del lote. En esos momentos, 'Yo, él y Raquel', consigue pulsar todas las teclas necesarias para conmover, pone toda la carne en el asador y encuentra la manera más honesta de poner punto y final a una película que, pese a saberse tan lista y guapa, consigue arrancarse las vestiduras hasta mostrar su lado más íntimo. El poder del arte, el poder de la amistad, el poder de la muerte y el poder del amor. Todo tan excesivo que, en el momento de la verdad, sorprende para bien la manera tan bonita, que no azucarada, con la que se lleva a cabo. Ahí es donde acierta de lleno una propuesta destinada a encoger el corazón sin que la sonrisa desaparezca en ningún momento. Una meta que consigue no pocas veces pese a su obsesión por ser, todo el tiempo, original y distinta. Pero la mirada triste, honesta, de una musa con peluca esquiva todas las zancadillas. La melancolía frente al sol. La contradicción constante. Pura adolescencia.