Ayer, a primera hora de la tarde, empezaba la última jornada del Americana Film Fest y me planté en los Cinema Girona feliz al repasar mentalmente las magníficas dos jornadas que vivimos el viernes y el sábado pero, al mismo tiempo, aún saboreaba el ligero sabor agridulce que la proyección de 'Short term 12' había impregando en mi recuerdo. Así que, dispuesto a dulcificar ese mal sabor de boca, llegué con el tiempo suficiente para coger buen sitio en la sala y poder disfrutar en condiciones de ese trozo de pastel que es 'The kings of summer' de Jordan Vogt-Roberts.
El filme resultó ser el perfecto antídoto anti-'Short term 12'. Todo lo contrario a la pose postiza de la cinta de Destin Cretton, 'The kings of summer' es un genuino retrato de esa etapa tan representada en la cinematografía norteamericana de los 80' como es la transición de la adolescencia a la edad adulta. Uno no puede dejar de pensar en toda esa tradición de películas de adolescentes mientras ve como Joe y su mejor amigo Patrick, en un sincero e ingenuo acto de libertad, deciden fugarse de sus casas y adentrarse en los bosques del Detroit de los 80'-90' para vivir en una cabaña construida con sus propias manos. Ellos son una traducción stand-up-comedy del Corey Feldman y Jerry O'Connell en 'Cuenta conmigo' y descendientes directos de Huckleberry Finn y Tom Sawyer. Por el camino se les une Biaggio (la revelación Moisés Arias), un hiperactivo y extraño chaval sacado directamente de un gag de Saturday Night Live.
Los tres juntos emprenderán una aventura hacia la madurez que el director plasma de forma un tanto hiperactiva en pantalla. En ocasiones puedes experimentar ese espíritu de libertad que tanto ansían los personajes y, en otras, llegas a sentirte abrumado ante un desbordante despliegue de recursos estilísticos que evidencia que estamos ante un talentoso director con una descontrolada creatividad visual. Aunque funcione mejor por momentos, como sketches independientes insertados en una historia marco, no puedo esconder mi debilidad por las películas que exaltan el amor casi fraternal que hay en la amistad de toda la vida y he de confesar que disfruté como un enano de este exquisito trozo de pastel.
Aún a media digestión, llegaba el turno de una película que, precisamente, no es de fácil deglución. 'Upstream color', la última película del director de 'Primer', Shane Carruth, es un rompecabezas de mil piezas que ni el David Lynch más críptico hubiera sabido montar. De hecho, no veía una película tan visualmente anárquica y a-narrativa desde 'Inland Empire'. La crítica americana Amy Taubin definió 'Inland Empire' como una búsqueda de Google y, pensándolo bien, esa misma definición también valdría para 'Upstream color'. Las imágenes no siguen ningún patrón visual reconocible y, por tanto, la narración no tiene ninguna lógica desde el punto de vista de convencional y, si la tiene, sólo la puede descifrar Shane Carruth. Una imagen te lleva a otra y esa otra imagen te lleva a otra más con la que, aparentemente, no mantiene relación alguna de la misma manera que una entrada te lleva a otra entrada distinta en una búsqueda de Google sin seguir una pauta clara.
Mientras asistía atónito a tal descomposición visual y era invadido por ese inquietante sonido que baña todo el filme, entendí que la estructura de la película descansaba sobre unos cimientos en constante fluctuación que no hacían otra cosa que incrementar mi sensación de que el escenario al que me invitaba a visitar, era un escenario irreal. En ese preciso momento comprendí que estaba ante ciencia ficción en su estado más puro y ante un ejercicio de seducción sensorial como pocos he vivido en una sala de cine. Dicho esto, intentaría explicar de qué va la película pero creo que fallaría en el intento, así que, como Ángel Sala (director del Festival de Sitges) comentó en la presentación de la misma "se trata de una película con gusanos, cerdos, experimentos con humanos y colores".
Un broche final a la altura
Y llegó el momento. Después de tres días de intenso trabajo y buen cine, llegó la hora de dar por finalizada la primera edición del Americana Film Fest con la única película de toda la programación que tiene distribución en España (Betta Pictures la estrena el 20 de junio), 'Ain't them bodies saints' de David Lowery. No encontraría mejor película en la programación del festival que 'Ain't them bodies saints' para poner el punto y final. El filme de Lowery se trata de un neo-western crepuscular en el Texas de los 70' sobre dos amantes (Casey Affleck y Rooney Mara) separados por la Justícia que esperan el día de reencontrarse.
Con un fuerte regusto al whiskey que se servía en las tabernas de los western de los 60' y el peso de toda esa tradición de parejas fugitivas del cine negro condenadas a la tragedia, el filme, por su tratamiento visual y temático, evoca claramente a 'Malas tierras' de Terrence Malick, pero a mí me gusta más pensar que sería la lovestory que Sam Peckinpah hubiera rodado de haber hecho cine en el s. XXI y tener una steadycam a mano. Él es una versión apocada y serena del McQueen de 'La huída' o el Warren Beatty de 'Bonnie & Clyde', condenado por sus pecados a vagar por Texas en busca de su amor perdido. Ella, por el contrario, es como una mustia y frágil versión de Faye Dunaway a la espera de su amado. Ambos son el resultado de lo que hubiera pasado si Bonnie y Clyde hubieran sido separados por el destino.
Esto es todo lo que ha dado de sí la magnífica primera edición del Americana Film Fest que ha agotado entradas en 8 de las 12 sesiones que ha programado. Buen cine, buen ambiente y, ahora, sólo queda esperar un año para volver a vivir la experiencia. Larga vida al Americana Film Festival.