'Dylan Dog: Los muertos de la noche' es una de las películas más raras que he podido ver en la pantalla grande. Y no rara por atrevida o excéntrica, sino porque aún me resulta imposible entender qué tipo de público podría disfrutar plenamente con algo así. No lo digo porque me aburriera, porque no es aburrida en absoluto; pero sí un despropósito colosal.
Enamorado del género
La mezcla de géneros en 'Dylan Dog' es evidente: criaturas paranormales, comedia y cine negro se dan la mano y no se sueltan hasta que acaba la película. El problema no es que la mezcla no funcione, sino que se encuentra en todo momento a medio gas. La historia sigue los esquemas típicos del cine negro, pero ni sorprende ni resulta coherente; los chistes que Brandon Routh no para de soltar usando la voz en off - tal cual, no para en ningún momento - harían que un niño sintiera vergüenza; las criaturas... bueno, al menos las criaturas no están realizadas por ordenador.
El director, Kevin Munroe, reconoce influencias de 'Los Cazafantasmas' o 'Regreso al Futuro', producciones que quedan bastante lejos de la suya. Las intenciones se ven claras, y están bien intencionadas, pero por algún extraño motivo Munroe no es capaz de hacer nada interesante en toda la película. Tiene todos los elementos que podrían hacer de 'Dylan Dog' una cinta más dentro de ese estilo que él tanto admira, pero parece tan concentrado en hacerlo todo correcto que no se debió dar cuenta de que estaba creando un cliché gigante.
Un tópico, otro tópico...
La historia de amor más forzada de la historia del cine, una investigación que no resalta en absolutamente nada, unos flashbacks que no podrían ser menos cautivadores... Por estar mal, hasta las actuaciones dan pena; Peter Stormare, que ya había demostrado a lo largo de su carrera que es un actor como la copa de un pino, olvida en 'Dylan Dog' qué es eso de hablar y lo sustituye por una sucesión de ruidos a cada cual más molesto.
Lo único que consigue salvar a la película es su inocencia. Enemiga número uno del mal rollo, sabe hacer que los disparates que estamos viendo nos resulten simpáticos. Las pretensiones no existen y los penosos chistes de Routh pueden conseguir que la sonrisa esté siempre ahí, aunque sea porque no acabas de creerte que el protagonista acabe de decir tal patochada. Es factible que se convierta en uno de tus placeres culpables, porque su visionado es ligerísimo e incluso tiene alguna subtrama realmente lúcida. Eso o la odiarás con toda tu alma; si te ha encantado, quiero conocerte.