Hay verdades universales que nadie se ha atrevido a cuestionar. Una de las presentes en el mundo del cine asegura que Sean Penn es uno de los gigantes de la interpretación, el mejor actor de su generación y uno de esos tipos que te aseguran el precio de una entrada. Y, oye, aunque últimamente no termina de encontrar una película a su altura y ha tenido momentos un tanto irregulares en su carrera, no hemos venido aquí para llevar la contraria. Porque una afirmación de semejante magnitud tiene mucho más de certeza que de interrogación. Penn es una bestia absoluta, un monstruo capaz de desaparecer en sus personajes, de emocionar desde la delicadeza y arrasar desde el exceso. Funciona en todos los niveles y, efectivamente, es garantía de que algo en la película que estás viendo merecerá la pena. Aunque solamente sea él.
Intentar resumir su trayectoria en ocho papeles es una tarea muy complicada que, sin embargo, nos permite comprobar la cantidad de trabajos notables que lleva acumulados sobre sus espaldas. Casi siempre en el lado de los tipos duros, pero también en el de los marginados e incomprendidos, seres solitarios que no decaen en su empeño de encontrar su lugar en el mundo, resignándose muchas veces a un desenlace alejado del clásico final feliz made in Hollywood. Y hablando de la industria, no son pocas las veces que ha intentado domesticar a un perro rabioso e inquieto que casi siempre se ha mostrado a su aire, sin necesidad de caer en esas peligrosas trampas que plantean la fama y el éxito, elementos que, por otro lado, le han acompañado casi siempre.
Ganador de dos Oscar, indiscutibles ambos, Sean Penn merece el título de intocable. Un artista que se ha mostrado inspirado delante y detrás de las cámaras, interesante en sus entrevistas, comprometido con la sociedad y coherente con sus decisiones artísticas, incluso cuando estas estaban más cerca del suicidio que de la gloria. Y aquí están ocho interpretaciones que bien valen el estatus de leyenda. Sean Penn en estado puro.
8 papeles esenciales de Sean Penn
'Mystic River'
En 2003, Clint Eastwood, quien ya había firmado obras maestras del tamaño de 'Sin perdón', 'Un mundo perfecto' o 'Los puentes de Madison', confirmaba su estatus de clásico contemporáneo con dos dramas tan secos como magistrales: 'Mystic River' y 'Million Dollar Baby'. En la primera de ellas, adaptación de la fascinante novela del imprescindible Dennis Lehane, el director se servía de la inestimable ayuda de un reparto inspiradísimo para redondear un thriller de matrícula de honor que encontraba en el personaje y la interpretación de Sean Penn su punto más fuerte.
Con escenas inolvidables como la que ilustra este texto y manejando a la perfección a un personaje cuya evolución, que no deja de ser un regreso inevitable a sus orígenes, marca el ritmo y el tono de toda la película, el actor demuestra ser fuerza de la naturaleza capaz de aterrar con un simple gesto, de romper el corazón con un solo grito y de que comprendamos, en cierto modo, todas y cada una de sus decisiones, aunque no las consideremos correctas. Un trabajo que le valió un primer Oscar indiscutible.
'Mi nombre es Harvey Milk'
Y cinco años más tarde, segunda estatuilla. Tirando de recuerdos personales, si se me permite, no puedo olvidar la expresión de mi acompañante tras la primera aparición de Penn metido, mimetizado con la piel de Harvey Milk: 'No me lo puedo creer'. Una incredulidad plenamente justificada tras observar como, en cuestión de pocos segundos, actor y personaje se funden en uno solo. Dejas de ver una actuación, la cual podría haberse convertido en todo un festival de gestos y tics insoportables muy comunes cuando se trata de un personaje homosexual, para observar a una persona protagonizando una de esas historias que merece la pena conocer en profundidad. Milk irradia toda la ternura que cabe en una gran pantalla, te lo crees, le acompañas en su viaje y, finalmente, quedas completamente desolado, sí, pero también inspirado por su vida y obra. Una interpretación a la altura de las circunstancias.
'21 gramos'
Alejandro González Iñárritu y Sean Penn sellaron con '21 gramos' una de esas amistades irrompibles que la industria celebra por todo lo alto cuando se ve reflejada en una ceremonia de los Oscar. Ahí estaba el actor preguntándose quien había permitido el ingreso en el país de este 'hijo de perra' mexicano antes de otorgarle la estatuilla a Mejor Película por 'Birdman'.
Y no es de extrañar la fortaleza de esta unión entre dos artistas cuya ambición y pasión desproporcionada a la hora de enfrentarse a cada uno de sus trabajos parece, sencillamente, la misma. Sirva como ejemplo este conjunto de historias cruzadas en el que Penn, Naomi Watts y Benicio del Toro se dejaban el cuerpo y el alma, desnudándose por dentro y por fuera, sacando los demonios y asfixiando al espectador a través de su soledad, sus miserias y sus miedos. Tres interpretaciones que aumentan el valor de este drama sobresaliente.
'Yo soy Sam'
Hay elementos en los que la objetividad se nubla, que la conexión emocional supera a la del propio análisis puramente cinematográfico. Ya sea por su estupenda banda sonora repleta de maravillosas versiones de canciones de los Beatles, lo cual aumenta en unos 100 puntos la valoración final de la película, por una Dakota Fanning capaz de derrotar al lacrimal más fuerte con un simple gesto o por un Sean Penn que ofrece un auténtico recital en el papel de un padre discapacitado que debe hacerse cargo de su hija con la única ayuda de su vecina, 'Yo soy Sam' funciona. Estamos de acuerdo en que su dirección y puesta en escena se acerca (muy) peligrosamente al melodrama más televisivo, pero eso no implica que cumpla sus objetivos con creces. Quiere que te identifiques con sus personajes. Y te identificas. Quiere que cantes sus canciones. Y las cantas. Quiere que llores. Y lloras. Vaya si lloras. Lleno de trampas, sí, pero plenamente efectivas.
'Pena de muerte'
Hablábamos de llorar, ¿no? Pues sigamos por el mismo camino. 'Pena de muerte' te deja K.O. No hay opción. Lo bueno, que lo hace sin el más mínimo truco ni recurso facilón, tan solo se sirve de sobriedad y elegancia, contundencia y respeto, inteligencia y talento. Todo en ella funciona al máximo nivel, desde la dirección de Tim Robbins hasta, por supuesto, las interpretaciones de Susan Sarandon y Sean Penn, dos titanes cuya química traspasa la pantalla para calar hasta los huesos. Este alegato contra la pena de muerte, basado en una historia real, consigue el más difícil todavía, no caer en el tópico ni en el panfleto gratuito y demagógico. Hay verdad, dureza y tristeza en ella. Y todo se resume en las miradas de sus dos protagonistas. Unos ojos que valen más que cualquier palabra.
'Atrapado por su pasado'
Siempre que se habla de 'Atrapado por su pasado', se destacan en primer lugar dos de sus elementos: Al Pacino, su protagonista, y Brian De Palma, su director. Y tiene todo el sentido del mundo, sus trabajos son deslumbrantes al cien por cien, pero convendría recalcar el peso de Sean Penn. Porque está, sin lugar a dudas, en el mismo nivel. Tras una caracterización tan excesiva como imprescindible, el actor consigue transmitir toda la fuerza de un huracán, rozando siempre el límite, pero bailando con pleno control de su talento sobre la fina línea. Un equilibrista, un mago realizando un nuevo truco, un actor que, en una situación en la que a más de uno le habría podido la presión de enfrentarse cara a cara con el mismísimo Corleone, se crece y termina igualando la balanza. En definitiva, un auténtico peso pesado.
'Acordes y desacuerdos'
La combinación de dos personalidades como las de Sean Penn y Woody Allen puede sonar tan extraña como sumamente atractiva. El responsable de esta unión entre uno de los mejores actores del mundo y uno de los directores esenciales de la historia del cine, fue Emmet Ray, guitarrista que convertía al jazz en el mejor de los lenguajes posibles. Sirviéndose de su figura, Allen trazaba en 'Acordes y desacuerdos' una de sus comedias románticas más redondas e infravaloradas, elevada a los altares por la complicidad creada entre el propio Penn y Samantha Morton. En sus gestos y miradas de complicidad, sus encuentros, los de dos seres solitarios que necesitan elementos externos para expresar lo que realmente sienten, está el corazón de una película que los amantes del genio neoyorquino y del actor indomable deberíamos empezar a reivindicar con mayor fuerza.
'Corazones de hierro'
La película con la que muchos descubrimos a Sean Penn es una de esas obras que el tiempo se ha encargado de poner en su lugar. Un rincón privilegiado en la obra de un cineasta como Brian De Palma y uno de los referentes directos a la hora de intentar explicar las razones que relacionan a Penn con los términos de grandeza. Esta historia bélica que enfrentaba al actor con Michael J. Fox en un duelo demasiado desnivelado en el que el vencedor, evidentemente, estaba bastante claro desde el principio. Fox representaba la inocencia, el miedo y la inseguridad, mientras que Penn debía aportar la brutalidad, el horror, las llamaradas interiores y exteriores. Ambos cumplían sus objetivos pero, a la hora de la verdad, la memoria se quedaba anclada en el gesto perdido, absolutamente terrorífico de Sean Penn, un joven que empezaba a soltar al monstruo de la interpretación que llevaba dentro. Un talento que, desde entonces, ni siquiera en sus trabajos menores, se ha permitido un solo respiro.