Hablar de Hayao Miyazaki es hablar de animación en mayúsculas.
A lo largo de su dilatada carrera, el cineasta nipón ha acompañado a varias generaciones de jóvenes con series emblemáticas como 'Heidi', 'Marco' o 'Conan, el niño del futuro', y largometrajes como 'Nausicaä del Valle del Viento', 'La princesa Mononoke', 'Porco Rosso' o 'El castillo en el cielo', convirtiéndose en uno de los principales artífices de la consagracción de la animación como género equiparable al cine ortodoxo, cosa que le valió un merecido Oscar en 2001 por 'El viaje de Chihiro'.
Por su parte, 'Mi vecino Totoro' es una pieza capital dentro de la filmografía de Miyazaki, una clara muestra del poder de la animación como elemento aleccionador y reflexivo, así como estandarte de su viabilidad como herramienta de la recreación de lo imposible. La película del nipón constituye toda una declaración de intenciones, un golpe firme y autoritario que reivindica la equiparación del género animado con el cine en imagen real, dotando a sus protagonistas de un alma y una intensidad pocas veces vistas en pantalla, y sirviéndose de recursos estilísticos propios del cine convencional.
Contemplativa, de lento transcurrir y repleta de silencios cargados de simbolismo, 'Mi vecino Totoro' es, además de una reflexión sobre la relación entre hombre y naturaleza, una fábula sobre la madurez a través del viaje iniciático de dos niñas que, a pesar de las adversas circunstancias de la vida, mantienen y atesoran un último reducto de inocencia en sus corazones. Elaborada con una animación sobria, ausente de todo efectismo visual, y con obvios ecos estilísticos al 'Alicia en el país de las maravillas' de Lewis Carroll, Mizayaki nos brinda un espectáculo sin precedentes repleto de ternura y reflexión, de inocencia y esperanza, que significaría un antes y un después dentro del cine de animación, además de marcar las pautas de las posteriores películas del Studio Ghibli.
Simplemente imprescindible.