En un instante de 'Por donde pasa el silencio', debut en el largometraje de Sandra Romero que llega a las salas, de la mano de BTeam Pictures, el 29 de noviembre, los hermanos Araque, Antonio, María y Javier, en algo parecido a interpretarse a sí mismos -también guardan este parentesco en la realidad-, están sentados en el patio de la casa familiar. No median palabra. Los dos primeros se observan mientras el último pela y come una manzana. Es el único sonido, junto a los gemidos de un perro, que se escucha en el plano.
Después, la realizadora pasa a un plano medio de Antonio. Su mirada se reparte entre Javier y María, de la que posteriormente Romero introducirá un primer plano. Su fijación pasará por Antonio. Sin embargo, la presencia de Javier nos es recordada, como si de un fantasma se tratase -es en lo que terminará convirtiéndose para ambos cuando se marchen a Madrid-, a través de los ruidos de una pieza de fruta que, por hambre humana, poco a poco desaparece.
La secuencia cierra con Javier en primer término, ligeramente escorado hacia la izquierda del encuadre. Mientras, compartiéndolo con él, pero separado de su hermano y del objetivo de la cámara, hacia la derecha, queda Antonio. De fondo, vacía, la mesa del salón donde al inicio del filme se celebraba su regreso. El apiñamiento típico propiciado por las grandes reuniones ha sido sustituido por la distancia entre los hermanos. Sin verbalizar nada, mediante la puesta en escena, sobre todo jugando con los espacios y la colocación en el plano de sus intérpretes, Romero ya lo ha dejado claro: asistimos a una despedida.
Apuesta por lo físico
Lo sabemos porque la directora ya había propuesto algo similar con anterioridad, cuando Antonio ve por última vez a su padre. En este caso, debido a la frialdad entre ambos, el espacio que les separa, el que hay en un bar entre la barra y una de las mesas pegadas a la pared, es mayor. Así, se intuye que este adiós, el de sus hermanos, no sentará muy bien a Javier, que se ha encargado de afirmar varias veces que sus allegados no le ayudan lo que deberían ni le comprenden. Por eso, la cineasta opta por alejarlos literalmente. Porque, en el fondo, esta es una propuesta eminentemente física.
No es solo que la cámara permanezca pegada a los rostros de los intérpretes, sino que gran cantidad de los planos se sustentan en la proximidad entre sus cuerpos e incide en el contacto directo entre ellos. En este sentido van dirigidas las secuencias en las que, en repetidas ocasiones, Antonio, María y su madre (Mona Martínez) lavan a Javier o el encuentro sexual, donde la cámara se recrea en el tacto con la piel ajena. Pero también en las que Javier masajea a Antonio o le corta el pelo. O el esfuerzo que supone portar un paso de Semana Santa. Que gran parte de los planos estén compuestos a través de la cercanía de los hermanos permite que la distancia material, que también es emotiva, aplicada a la secuencia descrita en los primeros párrafos sea más palpable, latente, para el espectador. Y duele. Y emociona.