El cine a veces se nos presenta como un gran espejo, una ventana desde la que observar reflejados los miedos, las esperanzas o las insatisfacciones de la sociedad. Y salvo contadas excepciones, habitualmente bajo el ángulo del documental, el cine español ha hecho caso omiso de la urgencia social provocada por la crisis económica y la situación de cambio político que han transformado nuestro país en los últimos años. Por lo tanto, es digna de mérito la existencia de una comedia como 'Selfie', dispuesta a ofrecer una mirada satírica a la realidad a través de las andanzas del hijo de un ministro del Partido Popular al que encarcelan por corrupción. También por ello nos termina decepcionando, Víctor García León rara vez explota las posibilidades que ofrece su pertinente punto de partida, se agarra a tópicos y desaprovecha la originalidad del dispositivo formal que utiliza. Basta pensar en el cine de Sacha Baron Cohen para imaginar lo que podría haber dado de sí una propuesta con tanto potencial, que si bien acierta al tocar las claves capaces de dejar en evidencia a todo un país, finalmente se limita a no molestar ni incomodar a nadie.
Ante todo, 'Selfie' es consecuencia de las precarias condiciones para producir cine en la España actual, algo que no en vano está intrínsecamente relacionado con la situación política. Once años después de estrenar 'Vete de mí' y tras una serie de proyectos fallidos, Victor García León no quería renunciar a ser director, de casta le viene al galgo, por lo que ideó una película que jamás se habría realizado de haber seguido los pasos de cualquier producción convencional, pero que en cambio se encontraba al alcance de su bolsillo. El protagonista, Santiago Alverú, no es un actor profesional, el guión no sigue una estricta hoja de ruta, se alteró durante el largo tiempo de rodaje y estuvo abierto a la improvisación, así como la dirección toma la forma de un mockumentary costumbrista en el que puede pasar cualquier cosa. Tres aspectos esenciales sobre los que profundizar para poner en valor las virtudes y defectos de la película.
Bosco no es racista, pero...
Al respecto de su dispositivo, que inicialmente se despliega con frescura y sentido del humor durante el seguimiento de un equipo de rodaje a su protagonista, como si se tratara de un Españoles por el mundo en La Moraleja, acaba agotándose y resulta caprichoso. Un recurso posibilista del director con el que mitiga su falta de presupuesto, que solventa también la dificultad de las grabaciones en los mitines y espacios públicos, regalándonos el highlight de la aparición de Esperanza Aguirre, pero sobre el que no se reflexiona, explora sus propios recursos ni transgrede límites.
García León, en cambio, juega inteligentemente con la expectativa del espectador, tan habituado a leer a diario noticias sobre nuevos casos de corrupción. En su inicio acierta de pleno al desmontar paso a paso el tren de vida de Bosco, un pijo de manual que no es consciente de serlo, pero que verá caer su estatus paso a paso, lo que nos permite regodearnos en su decadencia. El problema surge cuando la película tiene que construir su nuevo lugar en el mundo y profundizar en su personaje, a lo que la carencia de recursos dramáticos de Alverú tampoco ayuda. El contraste no podía ser otro que una habitación de un piso compartido en Lavapiés (imaginen todos los prejuicios racistas posibles y se harán realidad en la película), pero el deseo por transmitir vergüenza ajena desde los recursos más obvios transforma el guión en una sucesión de lugares comunes que, lejos de mostrar las diferentes aristas y estratos de nuestra sociedad, la simplifican.
En su afán por visibilizar otros colectivos a los que un personaje como Bosco es ajeno, la manera en la que la película aborda su relación con los inmigrantes o la subtrama del centro de día para discapacitados alejan la película de su razón de ser. Especialmente desafortunado es el triángulo amoroso que se produce entre Bosco, una activista invidente y un friki de los cómics y 'Star Wars' que se supone reflejan al votante medio de Podemos, lo que desequilibra la visión política y el discurso del conjunto. Mientras que el retrato de la derecha es cristalino, el de la izquierda es infantil, simplista, se echa en falta mayor altura de miras, capacidad crítica y valentía para posicionarse. Por contra, la fecha de caducidad de esta farsa se antoja inminente.
Nota: 5
Lo mejor: Que por momentos pueda ser tan creíble.
Lo peor: Lejos de agitar conciencias o incomodar al espectador, resulta del todo inofensiva.