
El bueno de Woody
Sin spoilers
Alexander Payne es un tipo tan especial que parece una persona completamente normal. A su cine, una vez asentado el estilo adquirido a partir de 'Entre copas', una de esas películas que marcan, para bien o para mal, una carrera, le ocurre lo mismo. Todo parece tan extraño, absurdo, delicado y emotivo que se nos olvida, con demasiada facilidad, que muy pocos cineastas nos están hablando de la vida de una manera tan completa como Payne. Completa y compleja, pese a la sencillez de un discurso que, película a película, se va depurando hasta alcanzar, con esta magnífica 'Nebraska', su punto álgido. Tras las puestas de sol hawaianas de 'Los descendientes', probablemente su trabajo más completo, en conjunto, hasta la fecha, llegan los atardeceres grises, los karaokes perdidos, las calles vacías de pueblos que parecen sostenidos en el aire mientras las agujas del reloj de este mundo, maldito y bendito mundo, siguen avanzando.
La sinopsis nos empuja a contextualizarlo todo en Estados Unidos, pero el desarrollo de la historia, los latidos de una trama que avanza con la naturalidad de las grandes cosas, no engañan. El maravilloso acabado formal, presidido por un blanco y negro que es pura nostalgia, nos muestra unos escenarios que no son, ni más ni muchísimo menos, que estados de ánimo. Una casa abandonada que es pura infancia feliz trastocada por el fantasma de la muerte, los recuerdos que, cuando la memoria falta, se agarran para no desaparecer y corren el riesgo de convertirse en (pesados) fantasmas, los periódicos que siguen abrazados a la imprenta, a las ganas de contar cosas extraordinarias que le ocurran a personas cotidianas. El lugar soñado por un Payne que rueda saboreando cada instante, caminando con paso firme hasta un desenlace de esos que justifican todo un viaje. Todo un trayecto que, además, cuenta con alguno de los mejores momentos (esa inolvidable escena en el cementerio) y personajes que han poblado su carrera. Empezando por Woody Grant.
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